¿Mejoramos mientras crecemos?

«Hace algunos años, el diseñador e ingeniero Peter Skillman organizó un certamen. A lo largo de varios meses, reunió a una serie de grupos de cuatro personas en Stanford, la Universidad de California, la Universidad de Tokio y varios lugares más. Desafió a los distintos grupos a que construyeran la estructura más alta posible con los siguientes elementos: -Veinte espaguetis sin cocinar. -Un metro de cinta adhesiva transparente. -Un metro de cuerda. – Un malvavisco de tamaño normal. El certamen tenía una regla: el malvavisco debía ir en la cúspide. La parte fascinante del experimento, sin embargo, tenía que ver no tanto con la tarea en sí como con los participantes. Algunos de los equipos se componían de estudiantes empresariales. Otros, de niños de preescolar.» (Si desean saber el desenlace de la prueba, les animo a continuar con el post; probablemente varios de ustedes se sorprendan.)

La semana pasada, aproximadamente a estas horas, poníamos rumbo a nuestro último día de congreso en la Universidad de Diderot, en París. Cuando estábamos llegando a la puerta, me llamó la atención un grupo de niños jugando al fútbol con una alegría desbordada, sin miedo al fallo o al error, y por supuesto emulando a los que recientemente se habían proclamado campeones del mundo, como eran Mbappé, Pogba, o Griezmann. Una imagen que emocionó porque hacía mucho tiempo que no la veía, por desgracia, y porque me recordaba a aquellos momentos en los que era yo en mi barrio quien jugaba al fútbol con los amigos, mis momentos favoritos de mi infancia.

Automáticamente enlazaba esa imagen con la cena que tuve con dos grandísimos amigos hace dos semanas, y en la que hablamos entre otros temas del miedo, del famoso miedo. Y más en concreto aún, de cómo y cuánto cambiamos conforme crecemos, lo que me llevaba a la siguiente pregunta: ¿verdaderamente evolucionamos mientras avanzamos en edad? Porque yo, honestamente y viendo ciertas situaciones, leyendo determinados estudios, tiendo a pensar que no, que hay algo que estamos haciendo mal, muy mal. ¿Por qué pienso esto? Si nos detenemos un momento a analizar, observar, podemos darnos cuenta fácilmente que cuando somos niños/as, no tenemos miedo al error, a equivocarnos, del mismo modo que vivimos la vida con alegría, con entusiasmo, con asombro, nos emocionamos con cada pequeño detalles; y así podría seguir con una lista que se antoja demasiado extensa.

¿Qué sucede cuando vamos acumulando años? La realidad es que, lejos de evolucionar, involucionamos. Es decir, comenzamos a tener prejuicios que antes no existían, desconfiamos por completo de nuestras capacidades, aparecen las inseguridades, los miedos acompañados del «y si…»; la calidad de las relaciones personales empeora porque no sabemos comunicarnos, aparece un desmesurado ego que impide disfrutar de la compañía de las personas que tengo a mi alrededor, no sé cómo disfrutar del momento porque siempre estoy pensando en lo que está por venir, dejo de tener tiempo para atender a un simple mensaje o una llamada porque «estoy hasta arriba de trabajo»; pérdida de consciencia en la escala de prioridades de qué es importante y qué no; nuestra capacidad para relativizar los problemas acorde a la importancia de los mismos…Y así, suma y sigue, pero un momento…¿no deberíamos para entonces saber gestionar todo esto? Entonces, ¿para qué nos han educado?

Esta es la pregunta, la conclusión a la que llegué después de esa cena. El niño/a involuciona, pierde esas capacidades para a partir de un punto de inflexión que, casi con toda seguridad, a todos nos llega en un determinado momento, volver a recuperar ese territorio perdido mediante un entrenamiento personal de la mente, una reorganización de su vida, con el fin de recuperar la orientación que probablemente hace muchos años que perdió. Si este patrón se conducta se repite tan a menudo, ¿para qué educamos en la escuela primero, en el instituto después, y posteriormente en la Universidad? La pregunta ideal sería: Para la vida. Pero es mentira, está claro que hay algo que se nos escapa, que falla por completo, porque a la vista está que hay mucho por mejorar en la sociedad que tenemos. Jóvenes que no saben que quieren hacer con su futuro, desconocen tan siquiera si tienen talento o no, no saben afrontar una mera conversación con otra persona porque son inseguros a la par que desconfiados. Por este mismo motivo, honestamente creo que se ha educado y se educa en muchos casos, para adquirir un título académico creyendo que eso facilitará la incursión en la vida profesional, pero verdaderamente no educamos para la vida.

No terminamos de comprender que lo personal y lo profesional van de la mano, por un motivo tan sencillo como que el desarrollo personal implica el desarrollo de habilidades sociales, la capacidad de generar auto conocimiento y auto confianza en las personas a quienes educamos, y esto nos permitirá con toda seguridad guiar a cada niño/a hacia su talento (que como bien diría nuestro querido José Antonio Marina, es la inteligencia bien dirigida). En lugar de adaptar al niño a nuestro modelo de enseñanza, deberíamos adaptar el modelo de enseñanza a nuestra clase observando qué perfil de alumnos/as tenemos, cuáles son inquietudes, sus habilidades, preferencias, y en base a ello, diseñar contextos que sean los suficientemente retadores como para que ellos y ellas, nuestros alumnos, formen parte de ese proceso.

Probablemente usted, querido lector, se pregunte cómo hacer esto. Aquí van mis reflexiones que comparto con todos y todas:

Nunca perder la alegría. Estamos muy equivocados pensando que, si nos reímos, si se ve disfrutando a un chico en clase, es porque el profesor no es serio o el entrenador no es serio. De la misma manera que estamos acostumbrados a escuchar: Hay que ganarse la vida. No, la vida está ganada desde el momento en que aparecemos en ella, porque somos conscientes de que cada día es un propio reto. La vida no se gana, la vida se disfruta, porque solo se vive una vez, y no hay mejor manera de aprovecharla.

Cambiar la imposición por la cuestión. Modificar nuestro lenguaje, cambiando las imposiciones por las preguntas. No dar las respuestas sino , más bien, plantear cuestiones que hagan al alumno tomar decisiones. De esta manera no solo estaremos enseñando al alumno a reflexionar, que es importante, sino mejor aún, aprenderá a ser responsable en base a las decisiones que toma.

Cariño sí, protección no. Es difícil evitar la protección (imagino) porque el cariño a veces impide activar ese mecanismo, pero creanme que hacemos un flaco favor protegiéndoles de absolutamente todo, de las caídas de una bicicleta, del coscorrón con el pico de una mesa. Con esto no digo que haya que propiciar que el niño termine hecho polvo cada semana, magullado y con heridas, pero detengámonos un momento. ¿Acaso la vida de adulto o adolescente no tiene peligros? ¿No será mejor que aprenda de pequeño a evitar el pico de una mesa mirando una vez que se ha dado la primera vez, o tomando verdadera precaución cada vez que monte en bicicleta o con el patinete? ¿Queremos adultos responsables o queremos cargar con su responsabilidad toda la vida?

Animar sí; validación constante, no. Es vital generar confianza en nuestros alumnos, mediante el correcto lenguaje que genere un incremento en su auto confianza en ellos y ellas, pero más importante aún es generar eso mismo con hechos, con actos cotidianos del día a día. La frase aplicable a un vestuario de: «los jugadores escuchan el primer día lo que dices, y a partir del segundo día escuchan lo que haces»; es perfectamente aplicable al contexto de la educación. De nada vale la constante validación, porque eso solo alimenta su ego haciéndoles creer que todo lo hacen perfecto, que son los mejores, que son muy buenos, y que no cometen ningún fallo.

-Y por último, pero no por ello menos importante; todo lo anterior aplicárnoslo a nosotros. Es decir, transmitir pasión por aquello en lo que trabajamos cada día, mostrando alegría, verdadero disfrute, siendo humildes en todo momento entendiendo que el principal protagonista de ese proceso son ellos, porque es su aprendizaje, es su crecimiento, lo que está en juego. No debemos diseñar las clases, o los entrenamientos, a la espera de una validación externa o premio; sino más bien con la última finalidad de enseñarles las mejores herramientas posibles para que, poco a poco, se reconozcan, sepan quienes son, para qué están aquí, y qué pueden aportar ellos a esta sociedad.

Como diría la canción de Café Quijano; déjame que pueda ser, el que siempre quise ser. Nada más, y nada menos. Les deseo un feliz fin de semana, y en especial para toda la comunidad de nuestra Universidad Francisco de Vitoria, profesores, personal de secretaría y administración, personal de mantenimiento; que tengáis unas grandísimas vacaciones, que las disfrutéis, y sirvan para volver con las pilas cargas. Gracias a todos y todas, por tanto.

Un abrazo muy fuerte, y disfruten de lo que la vida les regala a cada momento.

*¿Adivinan ya quienes ganaron el certamen? Efectivamente, los niños de preescolar. ¿Por qué? Aquí les dejo la explicación del autor: «Este imposible, como todos los imposibles, ocurre porque nuestros instintos nos llevan a centrarnos en los detalles equivocados. Nos centramos en lo que vemos, en las habilidades individuales. Pero las habilidades individuales no son lo que cuenta. Lo importante es la interacción.» (Daniel Coyle).

«No hay mayor ilusión que el miedo, ni mayor error que disponerse a la defensa, ni mayor desgracia que crear un enemigo. Quien pueda ver más allá del miedo siempre estará a salvo.»
«El desarrollo pleno de la persona pasa, pues, por el descubrimiento del sentido. Lo que supone que nuestro desarrollo nos hace cada vez más capaces de plantearnos las preguntas adecuadas. El asombro, la actitud de sorpresa ante la realidad, nos lleva a no dar nada por sentado, excepto el punto de partida: el hecho mismo de que nos encontramos ante una realidad interpelante, de que somos capaces de plantearnos las preguntas oportunas.» (José Ángel Agejas Esteban).

paris post

 

 

 

 

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